UN CATOLICISMO ALEGRE
POSTALES - JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – Opinión _ 21 agosto 2011
Los miles de jóvenes que se han dado cita en Madrid nos muestran que el catolicismo puede ser divertido, aparte de solidario
AYER me encontré en una situación insólita, aunque seguro que similar a la de más de un madrileño los últimos días: entré en un Metro ocupado por una muchachada asiática, hasta el punto de ser el único europeo en el vagón. Vietnamitas por lo que pude deducir de la inscripción en sus mochilas. Refugiado en un rincón, me dediqué a observarles. El aire era festivo. Se gastaban bromas coreadas por risas y los cambios de lugar eran frecuentes. Como atuendo, predominaban entre ellos los «bermudas» y entre ellas, esos minipantalones que han hecho furor este verano, mientras las camisetas amarillas de la JMJ eran la prenda superior para todos, así como las sandalias como calzado. En resumen, podían ser los jóvenes de cualquier país europeo o americano que iban a un campamento o a un concierto veraniego. Y como si me estuvieran leyendo el pensamiento, alguien se puso a cantar al fondo del vagón. Nada de música litúrgica, sino una mezcla de rock y country, con ese acento gutural asiático, que algunos corearon. Al final, risas y aplausos. Fue cuando me di cuenta de que soy un hombre de otra época.
Además, había llegado a mi estación, por lo que salí.
En mi época, los jóvenes católicos practicantes se distinguían por su recato, su modestia, su compostura y, generalmente, sus buenas notas. Ellas, por todo eso, reforzado por llevar la falda un poco más larga que las demás chicas. Los minipantalones de las vietnamitas en el Metro madrileño eran tan inimaginables en ellas como una blasfemia en sus labios, aunque tampoco las de la Sección Femenina, bastante más vanguardistas, se hubieran atrevido ni se los hubieran permitido.
Pero la mayor diferencia estaba en el ambiente. En el vagón de metro reinaba una atmósfera de agradable tensión, de controlado júbilo, de sana alegría, distinta, si no opuesta, a la reinante en los viacrucis, las procesiones, los ejercicios espirituales o los rosarios de la aurora («¡perdona a tu pueblo Señor, no estés eternamente enojado, perdónale Señor!») de antaño. Aquel catolicismo era lúgubre, taciturno, sombrío, con énfasis en la otra vida más que en ésta, reducida a un «valle de lágrimas» a recorrer obligatoriamente hasta alcanzar la verdadera vida, la eterna, donde un Dios lejano y justiciero, nos esperaba para exigirnos cuentas, pese a que Santa Teresa había dicho que andaba también entre los pucheros. Quiero decir que la religión era severa y aburrida. Nada de extraño que bastantes de nosotros nos fuéramos alejando hacia el arte, la ciencia, la ética kantiana y el bullicio del mundo.
Los cientos de miles de jóvenes de todas las procedencias que se han dado cita esta semana en Madrid para reunirse con el Papa nos muestran que el catolicismo puede ser también divertido, alegre, jovial, como la vida misma. Aparte de cálido, solidario y fraterno, cualidades que echamos cada vez más en falta en nuestros días. Es, posiblemente, lo que más ha molestado a la «progresía» de ellos. La izquierda radical venía acaparando la exclusiva de la diversión y el esparcimiento, sobre todo entre los jóvenes. Los que llenan plazas y calles de Madrid nos demuestran lo bien que puede pasarse sin el botellón. Además, limpios, amables, optimistas. Toda una sorpresa. Nada de extraño que los indignados estén más indignados que nunca.