sábado, 6 de junio de 2009

Obama y el califato

Supongo que os habréis enterado de la noticia más importante del siglo XXI, que dijo una política española del partido del gobierno, llamada Pajín, (Nada que ver con el diminutivo de "paja" o "pajuda"), que nos ha anunciado solemnemente que, estemos atentos al acontecimiento planetario, que ocurrirá a partir del 1 de enero próximo cuando ocurra la conjunción de los gobernantes "progresistas", el uno al mando del continente americano y el otro, (el jefe de ella), al mando del continente europeo, (Cuando a España le toque por turno, presidir la Comunidad Europea)...

Mientras tanto, Obama metía la pata en El Cairo, ignorante de España y se historia, y asesorado por analfabetos, y cometió dos errores graves, el uno, histórico al mezclar el califato de Córdoba del siglo X, con la inquisición española, del siglo XV, y el otro, político, al mencionar la "Alianza de Civilizaciones" que fue la "parida" principal de Zapatero, y no mencionar a éste y atribuírsela a Erdogan, de Turquía...

Menos mal que, cuando ocurra la conjunción planetaria, ya todo se habrá olvidado, y el mundo entero entrará en una era de flicidad y prosperidad infinitas...

El artículo de Ignacio Camacho de hoy, nos aclara el tema...

 

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Obama y el califato

IGNACIO CAMACHO - Sábado, 06-06-09 - ABC.es - Opinión - Firmas

 

CUANDO los dos líderes planetarios de ambos lados de la mar océana se encuentren en enero merced a la conjunción astral de la galaxia progresista, Zapatero debería dedicar unos minutos de su misión cósmica a explicarle a Obama que el Califato de Córdoba y la Inquisición están separados por cinco siglos, más del doble de la edad de la nación americana. La exactitud de los datos tiene un cierto valor en política, sobre todo cuando se trata de adquirir credibilidad, y el presidente estadounidense, que tiene mucha, ha permitido que su patinazo histórico diluya ante la opinión pública española la importancia de su discurso en El Cairo, versión ampliada de la Alianza de Civilizaciones que el futuro colíder global diseñó con tanto mimo para que su colega cometiese el imperdonable olvido de ningunearlo al citarla o, peor aún, de atribuírsela al turco Erdogan. Así no va a haber modo de liderar el planeta mano a mano.

Error cronológico aparte, la ya célebre referencia obamista a la tolerancia perdida de Al Andalus procede de un extendido tópico de la mitología histórica, que se sobrepone en el imaginario contemporáneo a la terca realidad documentada de una abusiva dominancia musulmana sobre las religiones y razas con las que se supone que el Califato convivía en armonía y esplendor. Quizá sea mucho pedir que el «negro» -que por cierto es blanco- que le escribe los discursos a Obama se haya leído a Serafín Fanjul, implacable debelador del mito andalusí que sospecha que a la paloma de Ibn Hazm acabaron retorciéndole el pescuezo con su lírico collar, pero sí al menos debería conocer a Bernard Lewis, que escribe en su lengua. Lewis, antipático politólogo arabista de autoridad mundial, duda de la existencia de ese islam moderado al que la Casa Blanca desea tender la mano, y al respecto pueden ocurrir dos cosas: que lleve razón o que no. Si no la tiene, Obama quizá pueda abrir una nueva era de paz y de diálogo, pero si la lleva el asunto acabará como en otras experiencias similares de anteriores presidentes demócratas, que han terminado tirando montones de despechadas bombas sobre los presuntos amigos empeñados en comportarse de forma poco amistosa con ellos. Así que más vale que Lewis no esté en lo cierto, por la cuenta que nos trae a todos.

De momento el que se ha equivocado es el propio Obama, y por cinco siglos de diferencia. El resbalón constituye un decepcionante episodio para sus admiradores, entre los que me cuento, porque un hombre de su prestigio no merece que le escriban discursos basándose en la wikipedia. Los cientos de asesores de Zapatero tienen tarea para el día glorioso de la alineación de los astros: elaborar unas fichas históricas medianamente rigurosas para que al menos nuestro timonel planetario no parezca recién graduado en la Logse.

 

miércoles, 3 de junio de 2009

Ni memoria ni historia

 

 

Dos artículos publicados ayer en ABC, el primero, nos explica razonadamente por qué es un imposible la "Ley de Memoria Histórica" del gobierno de España y el otro, al hacer un análisis de los tontos por metro cuadrado que hay aquí, nos explica por qué aguantamos todo, como si nada...

 

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Ni memoria ni historia

JOSÉ MARÍA CARRASCAL - Martes, 02-06-09 - ABC.es - Opinión - La Tercera

 

Quienes unieron memoria e historia no sabían lo que hacían o buscaban que no lo supiéramos. Se trata de dos materias completamente distintas, que sólo por casualidad coinciden, aunque la mayoría de las veces difieren e incluso se contradicen. La memoria es individual, particular, incontrastada, con tal porcentaje de subjetivismo que la inhabilita como ciencia y la acerca a la ficción. No somos parciales al juzgar los hechos que hemos vivido, y cuando alguien escribe sus memorias, no nos cuenta lo que ocurrió. Nos cuenta como él o ella lo vivió, que no es lo mismo. Cuando no trata de manipularlo para justificar una acción indigna por su parte o de resaltar inmerecidamente sus méritos. En pocas palabras: la memoria suele ser bella, pero poco de fiar.

La historia es otra cosa. Por lo pronto es, o debería de ser, objetiva, colectiva, contrastable. Se la ha llamado «maestra de la vida» -sin que hayamos aprendido demasiado de sus lecciones- y se la ha usado a menudo como arma arrojadiza contra el adversario, lo que es prostituirla. En su papel más noble, es «la recapitulación de los hechos tal como han ocurrido,» según Ranke. Tremenda labor. ¿Quién puede recapitular lo ocurrido tal como acaeció? El simple hecho de que en la inmensa mayoría de los acontecimientos haya vencedores y vencidos nos advierte que tendremos versiones distintas de los mismos, ya que no pueden haberlos visto con igual perspectiva. A «la historia la escriben los vencedores» podría añadirse «y la fabulan los vencidos». Es su justicia poética. Todo ello no obsta para que la historia esté mucho más cerca de la ciencia que la memoria, y pueda convertirse en ella cuando el historiador, como el científico, reduce su yo a la mínima expresión y se atiene a todas la fuentes disponibles, sin discriminación alguna. ¿Difícil? Sí. Pero no imposible.

En cualquier caso, memoria e historia no pueden meterse en el mismo saco a no ser con ánimo de equivocar o equivocarse. No existe una «memoria histórica» porque la memoria pertenece a los individuos y la historia, a las naciones, habiendo tantas historias como naciones y tantas memorias como individuos. Una incompatibilidad que se acentúa cuando se da a la memoria el rango principal de sustantivo, y a la historia, el secundario de adjetivo, como ocurre con nuestra Ley de Memoria histórica, lo que la inhabilita para el propósito que dice tener: cerrar definitivamente la guerra civil. Como han advertido bastante expertos nacionales y extranjeros, tanto de izquierdas como de derechas, estamos ante una ley que abre heridas, no las cierra. La controversia que no cesa en torno a ella lo confirma.

Quiero fijarme sólo en un aspecto del debate, ya que abordar todo él llevaría un volumen y, puede, una entera biblioteca. Me refiero al argumento preferido de quienes consideran más viciosos y execrables los delitos del franquismo que los republicanos. «Durante la guerra -es su principal argumento- hubo excesos, barbaridades, crímenes por ambas partes. La misma lucha los propiciaba, y es imposible, por tanto, decir quién fue más culpable. La diferencia surge al finalizar la contienda. Cesa la lucha en los frentes, pero no los excesos franquistas, que fueron amplios, sistemáticos, dándoseles incluso apariencia de legalidad, cuando se trataba de una represión gubernamental en toda la regla. Eso es lo que los hace más condenables y delictivos que los cometidos bajo la República.»

Y eso mismo, añado yo, es lo que demuestra la falacia del argumento. Pues para hacer una comparación se necesita algo con lo qué comparar, que aquí no hay. No sabemos qué hubiera ocurrido en una posguerra republicana, por la sencilla razón de que no la hubo. Pero no creo que, de haberla habido, hubiese sido menos represiva que la España del 1 de abril de 1939 en adelante. Puede incluso que hubiera sido más, pero tampoco vamos a asegurarlo, para no caer en el mismo pecado de quienes arguyen sin bases reales en que apoyarse. Pero tenemos muestras de cómo actuaba esa República en los tiempos previos a la guerra civil, con oficiales de los cuerpos de seguridad saliendo en busca de líderes de la oposición para dejarles muertos ante las tapias de un cementerio y amenazas de muerte en el propio parlamento. Los burgueses de izquierdas que trajeron el gobierno del Frente Popular habían perdido el control de los acontecimientos «antes» de que se produjera el levantamiento, como reconocen la inmensa mayoría de ellos en sus memorias. Si esto era así en julio de 1936, ¿qué hubiera ocurrido al final de la contienda, de haberse impuesto el ejército republicano en el campo de batalla gracias a las armas soviéticas y sometido a la férrea disciplina comunista? España no hubiera sido una «república burguesa». Hubiera sido una «democracia popular» al estilo de las implantadas por Moscú en la Europa del Este al acabar la Segunda Guerra Mundial. Todos sabemos los métodos expeditos que allí se usaban, con purgas que no perdonaban a los propios camaradas «desviacionistas». ¿Por qué creen ustedes que Inglaterra y Francia se mostraron tan renuentes en ayudar al bando republicano y acabaron reconociendo a Franco? No sabemos la magnitud de la represión llamémosla republicana por mantener las formas, tras su hipotética victoria. Pero si nos fijamos en lo ocurrido en su campo durante la contienda -fusilamiento de republicanos moderados, como Melquíades Álvarez, aniquilación de elementos disidentes, como el POUM, persecución sistemática de todo el sospechoso de pensamiento conservador o religioso- no es descabellado pensar que sería bastante peor que la represión franquista. Pero, repito, no caigamos en el mismo sofisma de quienes tratan de vendernos conjeturas como realidades y dejémoslo en que sería, por lo menos, igual. El simple hecho de que ni siquiera los prohombres republicanos, como Alcalá Zamora, todo un ex presidente de la República, no se sintieran seguros en ese bando y prefirieran vivir en el extranjero durante la contienda, es la mejor prueba de las pocas garantías de seguridad que había en él, que no iban a aumentar, sino al revés, a disminuir, de haber terminado la lucha con un triunfo de sus armas. Así que ya está bien de que incluso catedráticos de Historia nos vengan una y otra vez con el argumento espurio de que los excesos republicanos se dieron sólo en el fragor de la lucha, lo que los hace comprensibles, mientras los excesos franquistas continuaron tras callar las armas, lo que los hace imperdonables. Eso es mirar con un solo ojo, utilizar sólo los datos que refuerzan los argumentos de un debate e ignorar los que no interesan. Eso es hacer política, no historia. Y, menos que nada, esa no es forma de superar la Guerra Civil. Ambas partes son igualmente condenables de excesos, y quien sólo los vea en una o intente establecer categorías entre ellos, lo que de verdad está haciendo es soplar sobre los rescoldos que aún puedan quedar de la contienda para avivarlos.

Voy a terminar con una cita de Ortega que viene al caso como anillo al dedo: «Necesitamos la historia en su integridad, no para volver a caer en ella, sino para ver de poder escapar de ella.» Justo lo contrario de lo que estamos haciendo ahora: enfangarnos en una memoria histórica que no es memoria ni es historia. Es un intento inútil de dar la vuelta a ésta, pues lo que pasó, pasó sin remedio. A no ser que lo que se busque sea la revancha. Mala consejera.

 

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La ley del más necio

TOMÁS CUESTA - ABC.es - Opinión (martes 2 de junio de 2009)

 

CARLO María Cipolla (pronúnciese Chipola para ahuyentar la tentación del ripio chabacano) fue uno de los grandes historiadores económicos del siglo pasado y sentó cátedra, en su especialidad, de maestro amenísimo e investigador irreprochable. Autor de una veintena de títulos que, en el ámbito académico, se consideran clásicos, su fama entre el gran público se debe, sin embargo, a un librillo satírico que, en principio, no pretendía ser más que un divertimento de índole privada. La obra en cuestión, como muchos de ustedes saben, se intitula «Allegro ma non troppo» y reúne, en apenas cien páginas, dos auténticas cumbres del panfleto erudito y la ironía en rama. En la primera parte -que analiza el papel de la pimienta en las sociedades medievales-, se pasa la metodología del marxismo por el forro de la irrisión desopilante. Es la segunda, empero, la que le transformó en una celebridad mediática. Un «capolavoro» con el que el lúcido italiano se lució formulando «Las leyes fundamentales de la estupidez humana». A conciencia y con-ciencia: a través de un sistema matemático con sus correspondientes ecuaciones, sus curvas y sus gráficos.

Si han leído ya al profesor Cipolla, reléanlo de nuevo porque nunca defrauda. Y si, por cualquier motivo, no han tenido el placer de estrecharle la mano, acudan sin demora al librero de guardia (se encuentra en el catálogo de Crítica y sale por lo mismo que un par de cañas mal tiradas). Lejos de caducar o apolillarse, las tesis que Cipolla esculpió hace veinte años siguen siendo un retrato fidedigno de lo que padecemos a diario. Este país, en lo tocante a majaderos, es el metro de Tokio a la seis de la tarde: no cabe un memo más ni aún estrujándole. Pero aquí, los mendrugos, en vez del «De profundis», canturrean el «Himno a la alegría» a lomos de sus coches oficiales. Tenemos zampabollos de todos los colores y todos los encastes. No encuentras un lugar en que posar la vista sin que la quemazón de la burricie te abisme la mirada. Babiecas a la izquierda; a la derecha, sandios. Zopencos extremistas, sansirolés equidistantes. O sea, la gripe A. Con «a» de asnos.

En el prefacio de «Las leyes» se estipula que subestimar a un necio es una necedad letal, un error mayestático. Carlo M. Cipolla abre su exposición asegurando que el índice del TPC (Tontos Per Capita) es mucho mayor de lo que sospechamos. Y concluye -tras un proceso lógico que combina rigor y perspicacia- poniendo en evidencia que un imbécil es una bomba de relojería que, antes o después, estalla. Cipolla compartimenta a las personas en cuatro categorías esenciales. Inteligentes: los que benefician al prójimo y salen beneficiados. Incautos: los que practican la bondad y reciben los palos. Malvados: los que siembran la peste y cosechan la pasta. Estúpidos: aquellos que, por perjudicar a los demás, se arruinan a sí mismos sin ningún empacho. Con eso y dos de pipas se monta la escaleta de los telediarios.

Ahora, en lugar de autocrítica, que es un palabro estalinista, chirle y devaluado, hagamos examen de conciencia que es lo cabal y lo cristiano. A Zapatero, a Aído, a Blanco, a la inefable Sinde-Linde de los asuntos culturales... ¿No les hemos tachado de merluzos genéricos siendo en realidad pirañas? Pues, ¿y en el rincón opuesto? ¡Ojalá se quedaran en panolis la jarca de sorayas, de arriolas, de lassalles...! Con la venia del mando, los molondros prosperan y los cacasenos barren. Pasarse de listillos: he ahí el drama. «Mea culpa». Por cierto, ¿dónde diablos está el baño?