domingo, 24 de enero de 2010

Ayuda al desarrollo o a uno mismo

El subdesarrollo de algunos países, parece que no sólo no se arregla, sino que se empeora, a pesar que la "bondad" de los "países ricos"...

 

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¿Ayuda al desarrollo o a uno mismo?

JOSÉ MARÍA CARRASCAL - Sábado, 23-01-10 - ABC.es - Opinión - La Tercera

El primero que puso en duda la «ayuda al desarrollo» fue Freimut Duve, hace ya cuarenta años, en su libro «Entre el hambre y el miedo». Sebastián Haffner la descuartizó en su ensayo «Escepticismo ante la ayuda a los países en desarrollo», publicado poco después, en la revista «Konkret». Lo que no ha impedido que tal ayuda se haya multiplicado hasta el punto de que, a estas alturas, forma ya parte de la escena mundial, con todo tipo de canales, nacionales e internacionales, gubernamentales y privados, conocidos por el nombre genérico de Organizaciones No Gubernamentales u ONG. Con un resultado tan poco efectivo como el de una gota de agua en una plancha al rojo. La pobreza en el Tercer Mundo ha aumentado de tal manera que ha habido que inventar un Cuarto Mundo, para designar el infierno donde viven aquellos a los que falta no sólo lo más elemental, ropa, agua, comida, medicinas, techo, sino también la seguridad básica que garantiza que, en cualquier momento, no llega un individuo que te asesine, para quitarte las cuatro cosas que tienes o, simplemente, por pertenecer a otra tribu.

Si nos ponemos a evaluar fríamente, la ayuda al desarrollo ha sido el mayor fracaso colectivo de los últimos tiempos, al no haber alcanzado no ya su objetivo final -elevar el nivel de los pueblos a que va destinada-, sino su objetivo mínimo: lograr que sus habitantes se queden en sus países y no inunden los nuestros como una inmensa marea. Hoy, siguen llegando, sin importarles las barreras que se les ponen ni los riesgos que corren en el viaje. Pues siempre será preferible vivir al raso en la Plaza de España de Madrid o bajo un puente del Sena que en Conakry o Accra. Es la mejor prueba del fracaso de la ayuda a los países en desarrollo.

Sin embargo, dicha ayuda continúa. Incluso con más intensidad que nunca, en parte, en un esfuerzo inútil para contener esa avalancha, en parte, en un intento ya más logrado de acallar nuestras conciencias. Y aquí debo aclarar dos cosas importantes. La primera: que hay ONG y ONG. Mientras algunas cumplen una labor admirable -pondría a la cabeza Médicos sin Fronteras, junto a las monjas que de antiguo vienen ayudando a pobres sin discriminación alguna-, hay otras que, más que ayudar a otros, ayudan a sus patronos, y digo esto por conocer a algunos de ellos que han hecho de su ONG un medio de vida muy confortable. En cualquier caso, las ONG no resuelven el problema de la miseria en el mundo, aunque puedan resolver algunos casos particulares. Es incluso posible que sean analgésicos que calman el dolor de esos pueblos, pero no curan su enfermedad, condenándolos para siempre a ella. El segundo punto que deseo aclarar es que la ONU tampoco es una solución para este problema. Ni para ninguno. Veinticuatro años como corresponsal en ella me han enseñado que la ONU sólo sabe enterrar muertos y poner de acuerdo a los que ya lo están. Si una de las partes en conflicto rechaza el compromiso, el conflicto sigue abierto. Tan simple como esto. O sea que creer que la ONU puede acabar con la pobreza es tan iluso como creer que puede traer la paz al Oriente Medio o impedir la nuclearización de Irán. La ONU es nuestra coartada para convencernos de que hacemos algo sin hacerlo, y cuanto más apelemos a ella, más ingenuidad o hipocresía destilaremos. Apelar a la ONU, en fin, es como apelar al Rey en una democracia parlamentaria para que resuelva nuestros problemas. En una democracia parlamentaria, el Rey no tiene poderes ejecutivos. Los tienen los partidos, los tribunales, las Cámaras. Como tampoco los tiene la ONU, donde quienes mandan son los Estados miembros. Y los Estados miembros van cada uno a lo suyo. En resumen, que esperar de la ONU que resuelva la miseria del mundo es aún más ilusorio que esperar que la resuelvan las ONG.

Aclarados estos dos puntos, podemos entrar ya en el meollo de nuestro asunto. ¿Cómo es posible que pese al aumento constante de la ayuda y cooperación internacional, los países ricos sean cada vez más ricos y los pobres, cada vez más pobres? ¿Cómo se explica que el foso entre ellos se haga cada vez mayor? Freimut Duve lo apuntó acertadamente ya hace casi medio siglo en el libro citado: la causa es que, mientras el precio de las materias primas bajan, el precio de las manufacturas se multiplica. Lo que reciben por su café, su cacao, su azúcar, su mineral de hierro, de cobre, etc., etc., los países subdesarrollados no cubre ni de lejos lo que les cuestan los productos que compran en los industrializados. Y la ayuda que reciben de éstos, advierte Duve, no es más que una parte ínfima de esa diferencia abismal entre sus balanzas comerciales, algo así como una propina. Si a ello se añade que muchas materias primas, desde la lana a la madera, han sido sustituidas por productos sintéticos, como la fibra y los plásticos, y que tanto la agricultura como la ganadería han evolucionado de tal forma que el Primer Mundo no necesita importar tales productos del Tercero, tendremos una situación desastrosa para éste, agravándose, además, cada año que pasa. Esto es así por pertenecer a la misma naturaleza de las cosas, incluida la naturaleza humana, y no hay forma de cambiarlo.

La única forma de superarlo no es con «más ayuda para el desarrollo» tal como venimos practicándola, que en el fondo no se diferencia mucho de aquellas benditas organizaciones caritativas de señoras pudientes, que intentaban aliviar la miseria de los pobres de su ciudad con tómbolas benéficas y partidas de canasta, antes de existir una red social por parte del Estado. Aquellas organizaciones caritativas se llaman hoy ONG, sin mucho más éxito en resolver el problema de la pobreza en el mundo.

La única solución es que esos Estados que meramente subsisten, y a veces ni siquiera eso, se industrialicen y puedan competir con los ya industrializados en un plano de mayor igualdad. Pero la industrialización es un proceso largo, lento, complejo, aparte de «cruel, inhumano incluso,» según Haffner, ya que obliga a transformar una sociedad campesina en otra completamente distinta. Centroeuropa lo hizo en el siglo XIX, y las novelas de Dickens y Zola nos dan cuenta de los sufrimientos experimentados por buena parte de la sociedad inglesa y francesa hasta alcanzar ese nivel de desarrollo, montado en el capitalismo más salvaje. Que no se diferenciaba mucho del capitalismo del Estado o comunismo, cuyo proceso de industrialización en la Unión Soviética, China y Cuba tampoco le anduvo a la zaga en cuanto a sufrimiento de la población. Lo que difieren son los resultados. En Rusia, mediocres. En China, mejores. En Cuba, desembocando en un callejón sin salida.

Aunque también nosotros que nos encontramos en ese callejón. La «ayuda al desarrollo», tan como venimos practicándola, es ayuda, pero no desarrollo, y Haití es el mejor ejemplo de ello. Ahora bien, el «capitalismo del Estado» tampoco garantiza el éxito, manteniendo en cambio la miseria. Tal vez una solución sería un «colonialismo a la inversa», esto es, poner a los países subdesarrollados bajo la tutela de sus viejas potencias coloniales, pero no para que éstas se beneficien de sus riquezas, como hicieron, sino al revés, para que se encarguen de su desarrollo, estableciendo allí los sistemas educativo, legal, sanitario, administrativo, industrial, que les permitan empezar a funcionar como Estados hechos y derechos, que hoy no son, ni lo serán nunca de continuar por el camino que van. Se trataría, en fin, de llevar a la práctica el proverbio chino «Si das a un pobre un pez, comerá hoy. Si le das una caña y le enseñas a pescar, comerá toda su vida.»

Pero ¿quién regala una caña y enseña a pescar en los jorobados tiempos que corren?

 

sábado, 16 de enero de 2010

Regreso al pasado

Lo normal es, que cuando uno vive en un país cualquiera, se habitúe al entorno y no perciba muchas cosas que, para  otro que llega de fuera, sobre todo si es nativo de ese país y ha estado ausente un cierto tiempo, le saltan a la vista como luces destelleantes.

Es el caso del periodista José María Carrascal, que ha sido corresponsal en varios países y sigue viajando frecuentemente, a veces con ausencias de meses, lo que le hace ver la situación de su país, España, de una forma que los que estamos aquí, no apreciamos, y que quizá suene un poco descarnada, pero no está de más prestarle atención, para no seguir recibiendo sorpresas desagradables...

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Regreso al pasado

JOSÉ MARÍA CARRASCAL - ABC.es - Opinión (viernes 15 de enero de 2010

 

PUEDE ser el efecto óptico de una meteorología inclemente, pero creo que hay algo más profundo detrás: regresar a España tras casi cuatro meses de ausencia le produce a uno la impresión de regresar al país de su infancia, a los años duros de la posguerra, al frío, al viento, la nieve, las luces mortecinas, las incomodidades, la desidia administrativa, los establecimientos cerrados, los letreros de «Se alquila», los aeropuertos convertidos en aquellas estaciones donde los viajeros dormían en los bancos, las miradas duras en los ojos de cuantos nos cruzábamos y la palabra «Imperio» sustituida por «Presidencia europea» en los «partes».

Si a ello se añaden unos españoles separados no sólo por la vieja frontera de izquierdas y derechas, sino también por las nuevas de los nacionalismos y localismos, el viajero se lleva un susto. Lo usual era encontrar una España más próspera, más optimista, más jovial. Esta vez es justo lo contrario, como si sus viejos fantasmas hubieran vuelto de repente.

Y en cierto modo, es así. ¿Qué ha pasado para que tanto cambiase en tan poco tiempo? Pues ha pasado que vivíamos en las nubes y hemos caído de ellas sin paracaídas. No queríamos ver lo que realmente somos, como nuestro presidente no quería ver la crisis, pero la crisis nos ha dado de bruces con la realidad. Nos creíamos ricos, y no lo éramos. Presumíamos de haber sobrepasado a Italia, de estar en el grupo de cabeza, y estamos en el de cola. Debemos nuestro bienestar a la generosa ayuda europea, a unas medidas acertadas tomadas por algunos Gobiernos hace ya muchos años y a una coyuntura internacional que nos era casualmente favorable. Pero en vez de aprovecharla para corregir nuestras deficiencias, para trabajar como es debido, para prepararnos para el mundo que se avecinaba, dejamos que siguieran siendo los otros quien inventaran, que los trabajos más duros los hicieran los inmigrantes, mientras nosotros nos dedicábamos a gozar de nuestra recién adquirida modernidad y democracia, sin pensar nadie que ésta significa tanto responsabilidad como libertad.

El resto lo hicieron unos políticos más interesados en la ideología que en la economía, en enriquecerse ellos que en enriquecer el país, en sus partidos que en la nación, en ajustar viejas cuentas que en saldarlas definitivamente, en abrir diferencias (y fosas) que en cerrarlas, y tendrán esa España gélida, inhóspita, gris y amenazadora que aguarda al viajero tras un largo periodo de ausencia.