Dos artículos publicados ayer en ABC, el primero, nos explica razonadamente por qué es un imposible la "Ley de Memoria Histórica" del gobierno de España y el otro, al hacer un análisis de los tontos por metro cuadrado que hay aquí, nos explica por qué aguantamos todo, como si nada...
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Ni memoria ni historia
JOSÉ MARÍA CARRASCAL - Martes, 02-06-09 - ABC.es - Opinión - La Tercera
Quienes unieron memoria e historia no sabían lo que hacían o buscaban que no lo supiéramos. Se trata de dos materias completamente distintas, que sólo por casualidad coinciden, aunque la mayoría de las veces difieren e incluso se contradicen. La memoria es individual, particular, incontrastada, con tal porcentaje de subjetivismo que la inhabilita como ciencia y la acerca a la ficción. No somos parciales al juzgar los hechos que hemos vivido, y cuando alguien escribe sus memorias, no nos cuenta lo que ocurrió. Nos cuenta como él o ella lo vivió, que no es lo mismo. Cuando no trata de manipularlo para justificar una acción indigna por su parte o de resaltar inmerecidamente sus méritos. En pocas palabras: la memoria suele ser bella, pero poco de fiar.
La historia es otra cosa. Por lo pronto es, o debería de ser, objetiva, colectiva, contrastable. Se la ha llamado «maestra de la vida» -sin que hayamos aprendido demasiado de sus lecciones- y se la ha usado a menudo como arma arrojadiza contra el adversario, lo que es prostituirla. En su papel más noble, es «la recapitulación de los hechos tal como han ocurrido,» según Ranke. Tremenda labor. ¿Quién puede recapitular lo ocurrido tal como acaeció? El simple hecho de que en la inmensa mayoría de los acontecimientos haya vencedores y vencidos nos advierte que tendremos versiones distintas de los mismos, ya que no pueden haberlos visto con igual perspectiva. A «la historia la escriben los vencedores» podría añadirse «y la fabulan los vencidos». Es su justicia poética. Todo ello no obsta para que la historia esté mucho más cerca de la ciencia que la memoria, y pueda convertirse en ella cuando el historiador, como el científico, reduce su yo a la mínima expresión y se atiene a todas la fuentes disponibles, sin discriminación alguna. ¿Difícil? Sí. Pero no imposible.
En cualquier caso, memoria e historia no pueden meterse en el mismo saco a no ser con ánimo de equivocar o equivocarse. No existe una «memoria histórica» porque la memoria pertenece a los individuos y la historia, a las naciones, habiendo tantas historias como naciones y tantas memorias como individuos. Una incompatibilidad que se acentúa cuando se da a la memoria el rango principal de sustantivo, y a la historia, el secundario de adjetivo, como ocurre con nuestra Ley de Memoria histórica, lo que la inhabilita para el propósito que dice tener: cerrar definitivamente la guerra civil. Como han advertido bastante expertos nacionales y extranjeros, tanto de izquierdas como de derechas, estamos ante una ley que abre heridas, no las cierra. La controversia que no cesa en torno a ella lo confirma.
Quiero fijarme sólo en un aspecto del debate, ya que abordar todo él llevaría un volumen y, puede, una entera biblioteca. Me refiero al argumento preferido de quienes consideran más viciosos y execrables los delitos del franquismo que los republicanos. «Durante la guerra -es su principal argumento- hubo excesos, barbaridades, crímenes por ambas partes. La misma lucha los propiciaba, y es imposible, por tanto, decir quién fue más culpable. La diferencia surge al finalizar la contienda. Cesa la lucha en los frentes, pero no los excesos franquistas, que fueron amplios, sistemáticos, dándoseles incluso apariencia de legalidad, cuando se trataba de una represión gubernamental en toda la regla. Eso es lo que los hace más condenables y delictivos que los cometidos bajo
Y eso mismo, añado yo, es lo que demuestra la falacia del argumento. Pues para hacer una comparación se necesita algo con lo qué comparar, que aquí no hay. No sabemos qué hubiera ocurrido en una posguerra republic
Voy a terminar con una cita de Ortega que viene al caso como anillo al dedo: «Necesitamos la historia en su integridad, no para volver a caer en ella, sino para ver de poder escapar de ella.» Justo lo contrario de lo que estamos haciendo ahora: enfangarnos en una memoria histórica que no es memoria ni es historia. Es un intento inútil de dar la vuelta a ésta, pues lo que pasó, pasó sin remedio. A no ser que lo que se busque sea la revancha. Mala consejera.
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La ley del más necio
TOMÁS CUESTA - ABC.es - Opinión (martes 2 de junio de 2009)
CARLO María Cipolla (pronúnciese Chipola para ahuyentar la tentación del ripio chabacano) fue uno de los grandes historiadores económicos del siglo pasado y sentó cátedra, en su especialidad, de maestro amenísimo e investigador irreprochable. Autor de una veintena de títulos que, en el ámbito académico, se consideran clásicos, su fama entre el gran público se debe, sin embargo, a un librillo satírico que, en principio, no pretendía ser más que un divertimento de índole privada. La obra en cuestión, como muchos de ustedes saben, se intitula «Allegro ma non troppo» y reúne, en apenas cien páginas, dos auténticas cumbres del panfleto erudito y la ironía en rama. En la primera parte -que
Si han leído ya al profesor Cipolla, reléanlo de nuevo porque nunca defrauda. Y si, por cualquier motivo, no han tenido el placer de estrecharle la mano, acudan sin demora al librero de guardia (se encuentra en el catálogo de Crítica y sale por lo mismo que un par de cañas mal tiradas). Lejos de caducar o apolillarse, las tesis que Cipolla esculpió hace veinte años siguen siendo un retrato fidedigno de lo que padecemos a diario. Este país, en lo tocante a majaderos, es el metro de Tokio a la seis de la tarde: no cabe un memo más ni aún estrujándole. Pero aquí, los mendrugos, en vez del «De profundis», canturrean el «Himno a la alegría» a lomos de sus coches oficiales. Tenemos zampabollos de todos los colores y todos los encastes. No encuentras un lugar en que posar la vista sin que la quemazón de la burricie te abisme la mirada. Babiecas a la izquierda; a la derecha, sandios. Zopencos extremistas, sansirolés equidistantes. O sea, la gripe A. Con «a» de asnos.
En el prefacio de «Las leyes» se estipula que subestimar a un necio es una necedad letal, un error mayestático. Carlo M. Cipolla abre su exposición asegurando que el índice del TPC (Tontos Per Capita) es mucho mayor de lo que sospechamos. Y concluye -tras un proceso lógico que combina rigor y perspicacia- poniendo en evidencia que un imbécil es una bomba de relojería que, antes o después, estalla. Cipolla compartimenta a las personas en cuatro categorías esenciales. Inteligentes: los que benefician al prójimo y salen beneficiados. Incautos: los que practican la bondad y reciben los palos. Malvados: los que siembran la peste y cosechan la pasta. Estúpidos: aquellos que, por perjudicar a los demás, se arruinan a sí mismos sin ningún empacho. Con eso y dos de pipas se monta la escaleta de los telediarios.
Ahora, en lugar de autocrítica, que es un palabro estalinista, chirle y devaluado, hagamos examen de conciencia que es lo cabal y lo cristiano. A Zapatero, a Aído, a Blanco, a la inefable Sinde-Linde de los asuntos culturales... ¿No les hemos tachado de merluzos genéricos siendo en realidad pirañas? Pues, ¿y en el rincón opuesto? ¡Ojalá se quedaran en panolis la jarca de sorayas, de arriolas, de lassalles...! Con la venia del mando, los molondros prosperan y los cacasenos barren. Pasarse de listillos: he ahí el drama. «Mea culpa». Por cierto, ¿dónde diablos está el baño?
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