martes, 4 de octubre de 2011

Falsos paradigmas del posfranquismo


FALSOS PARADIGMAS DEL POSFRANQUISMO
DOMINGO. 2 DE OCTUBRE DE 2011 - abc.es/opinion - LA TERCERA 3
POR EMILIO LAMO DE ESPINOSA
«Puede que la verdadera segunda Transición sea pasar desde una democracia antifranquista que ve el mundo por el espejo del retrovisor a una democracia a secas que mira de frente al futuro»
LA asimetría de nuestra cultura políti­ca llega a ser dramática: mis alumnos, en la Universidad no olvidan el Holo­causto y Hitler, pero ignoran por com­pleto el Gulag y Stalin. Sospecho que nos encontramos en un punto de inflexión dé la cultura democrática española marcada por la doble hegemonía nacionalis­ta y de izquierdas, que se impone desde la muerte del general Franco. Una hegemonía inevitable. Franco era un apestado político y la democracia en­contró parte de su identidad en el antifranquismo, cortando con el pasado. Inevitable e incluso bueno, aunque sin exagerar no vamos a rechazar el princi­pio de Arquímedes porque los ministros franquis­tas de obras públicas lo hacían suyo. Pero la conse­cuencia de ese antifranquismo casi «constituyen­te» es que todo aquello que tuvo contacto o relación positiva con el anterior régimen aparecía lastrado por esa hipoteca, y viceversa por supuesto, lo que tuvo (o pudo tener, u hoy se dice que tuvo, aunque sea falso) relación negativa ha gozado de un plus de legitimidad frecuentemente inmerecido. Hay así una suerte de asimetría básica que angeliza a unos y demoniza a otros, y que se manifiesta en los dos ejes en que se articula la vida política española: el eje izquierda-derecha y el nacionalista-constitucionalista.
Veamos el primero. Como sabemos, la autoubicación ideológica de los españoles está claramente sesgada a la izquierda, dato que no por conocido es evidente, ni mucho menos. Por ejemplo, España resulta ser el tercer país más a la izquierda de 19 paí­ses europeos estudiados recientemente, más que los social-democráticos países nórdicos e incluso que conocidos izquierdistas como Francia. Incluso América Latina está a nuestra derecha.
Bueno, si los españoles quieren ser de izquier­das, pues que lo sean, faltaría más. Pero son datos tan estables, tan inmutables, que cabe sospechar que no estamos ante una variable, sino ante un pa­rámetro casi inmune a la experiencia Los españo­les «son» de izquierdas antes de decidir a quién vo­tan o de valorar políticas o programas. Es más, son de izquierdas incluso cuando votan a la derecha (que es lo que va a ocurrir: ¿quiere usted votar a la derecha con su voto en contra?). Ello ha otorgado una suerte de hegemonía a la izquierda que se sien­te moralmente superior hasta el punto de creer que la democracia es suya y la derecha («fascista», por supuesto) debe ser vigilada detrás de un «cordón sanitario». Cosa curiosa pues en España no hay casi extrema derecha y sí bastante extrema izquierda. Veamos lo que escribe nada menos que un padre de la Constitución: No hicimos los socialistas ni la Tran­sición ni la Constitución con el Rey, con Adolfo Suárez y su UCD, con los nacionalistas más integradores, para facilitar el acceso al Gobierno a los antiguos franquistas, a los sectores más conservadores y reac­cionarios de la sociedad. Es decir, o gano yo o rompo la baraja Bueno, nada nuevo, ya ocurrió en 1934.
Y así aparecen teñidos de franquismo no ya la bandera el castellano o la patria incluso los toros y la mantilla los curas, los pantanos y la política hi­dráulica a veces incluso la contabilidad y el mismo principio de realidad. Por poner algunos ejemplos, la igualdad ante la ley y la centralización adminis­trativa que fue siempre jacobina y de izquierdas, hoy es franquista mientras que la descentraliza­ción y la desigualdad jurídica (incluso bordeando el privilegio medieval), escondidas tras el discurso fuerista de la «diversidad», resultan ser, ¡vaya sor­presa!, progresistas y de izquierdas. La derecha era nacionalista y la izquierda (hay que recordarlo, se. nos ha olvidado), antinacionalista e internacionalis­ta (se hablaba de «internacionalismo proletario»), pero hoy los términos parecen cambiados y resulta que lo progresista es el nacionalismo (de unos, cla­ro, no el de los otros) e incluso el localismo. Y qué de­cir de las dictaduras de izquierdas (Castro, Chávez, incluso Ahmadineyad y por supuesto Gadafi) trata­das con simpatía o al menos con realismo político, o de los golpes de Estado que si son de derecha (como en Honduras) dan lugar a reacciones fulgu­rantes y llamadas a consulta de embajadores, pero si son de (supuesta) izquierda (en Irán, con asesina­tos de jóvenes estudiantes) son meros «asuntos in­ternos» (Moratinos dixit). La asimetría de nuestra cultura política llega a ser dramática: mis alumnos en la Universidad no olvidan el Holocausto y Hitler, pero ignoran por completo el Gulag y Stalin.
Asimetría que se extiende todavía más sobre el otro eje de la política española donde el nacionalis­mo goza de una hegemonía muy superior a su apo­yo real. La exhibición de banderas nacionalistas es un acto de libertad que se contempla con emoción, pero la de banderas españolas es irritante; sus him­nos se escuchan con respeto, el de España con rechi­fla; promover el nacionalismo catalán desde su au­togobierno utilizando la educación o los medios de comunicación, cuando no la más burda propagan­da (es decir, conquistar la hegemonía), es «hacer país»; pero una similar articulación de España des­de el Estado español sería una exhibición de «fran­quismo»; promover el uso de sus lenguas es bueno y natural, incluso si se hace a costa de otras lenguas habladas por la mayoría de la población, y, por su­puesto, nadie se ha atrevido siquiera a proponer un referéndum sobre la inmersión lingüística (proba­blemente lo perderían). La asimetría es tal que hace años que el problema no es el lugar de Cataluña o el País Vasco en España bien resuelto, sino el lugar de España y en general de lo español, en esas Comuni­dades. Y frente a una ciudadanía que se siente española y catalana al tiempo y vive esa doble identidad con total naturalidad, los nacionalistas tratan por todos los medios de cercenar una a costa de la otra Ten cuidado con tus enemigos, pues acabarás pareciéndote a ellos. Y así, nada más parecido al viejo nacionalismo españolista que estos nuevos nacio­nalismos (y nada más franquista por cierto, que la violencia de ETA misma): si aquel se empeñó en construir una Nación homogénea desde el Estado, si tachaba al «enemigo» de antipatriota (la «anti-España»), si imponía una lengua a costa dé la otra ¿no hacen ahora lo mismo? Nada más «viejo régimen» que ese editorial unánime de los periódicos catala­nes, apoyado/impulsado por el gobierno que los fi­nancia reiterado por todas las asociaciones, gru­pos, comités, colegios, universidades, ONG, bandas de música y grupos de montañeros, hasta silenciar por completo a quienes piensan de otro modo.
Ese es el sentido de leyes como la de la llama­da «memoria histórica». Pues no se trataba de solucionar un problema que sigue i (los enterramientos clandestinos), no, se trata de reavivar el antifranquismo, contra el que se vive mejor. Y una vez más, para terminar pare­ciéndose al enemigo reproduciendo sus mismos errores sobre la guerra unos eran «buenos» y otros «malos»; un lado atentó contra la legalidad, el otro salvó la legalidad que quedaba, un lado hizo una re­vuelta violenta el otro trataba de mantener el or­den; unos buscaban la paz, los otros la guerra De nuevo el mismo discurso, los mismos argumentos, aunque invertidos en un espejo. Y cuando creíamos que la Transición se había hecho contra la guerra (es decir, contra el franquismo y contra el antifran­quismo), hete aquí que se trata de reavivarla, no de apaciguarla Antifranquistas de poca memoria que pueden decir con serenidad, por ejemplo, que el «or­den público» está por encima de las leyes y la Poli­cía no está para crear conflictos, algo así como «la calle es mía», pero en fino. Efectivamente, el fran­quismo nunca se ha ido del todo y lo encontramos en los lugares más insospechados. Puede que la ver­dadera segunda Transición sea esta pasar desde una democracia antifranquista que ve el mundo por el espejo del retrovisor a una democracia a se­cas que mira de frente al futuro. Y vaya si hace falta mirar el futuro.
Pero el derrumbe del Partido Socialista Obrero Español está siendo dramático. Desde luego, por­que coincide con una grave crisis económica que no ha sabido gestionar y que profundiza la descon­fianza política pero sobre todo porque las piruetas ideológicas del PSOE, que no es ya ni español, ni obrero ni socialista sirio solo (y sobre todo) partido, han sido caladas por el electorado. Ganó poder a costa de los principios y ahora se va a quedar sin principios y sin poder. Sospecho que no estamos ante un simple cambio de mayoría de gobierno; es­tamos ante un fin de ciclo.
EMILIO LAMO DE ESPINOSA ES CATEDRÁTICO DE SOCIOLOGÍA (UCM)

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