domingo, 28 de diciembre de 2008

Esas madres perversas y crueles

En esta España de Zapatero (El inocente), todo está manga por hombro, pero la justicia… la justicia es punto aparte. Hace años, alguien dijo que era un cachondeo, pero esa una forma amistosa de definirla…

Un juez, condena a la cárcel a un delincuente sin conciencia, pero se olvida de ejecutar la sentencia y por lo tanto, el delincuente, queda libre y viola y asesina a una niña.

Otro juez, se le pide que conceda la adopción a una lesbiana que es “pareja” con la madre biológica de la niña, la que vive con ellas. El juez pide informes y a juzgar por la dos pobres “madres”, se retrasa en su decisión por “prejuicios religiosos”.

Ambos jueces, son acusados al Tribunal Supremo, y salen las sentencias: Al primero, cuyo retraso tuvo la consecuencia de la muerte de una niña, se le condena a pagar una multa de 1.500 Euros. Al segundo, que retrasó una decisión, pero que no perjudicó a nadie, puesto que las tres mujeres en cuestión ya vivían juntas, se le condena a tres años de suspensión de empelo y sueldo…

Arturo Pérez-Reverte, nos cuenta el otro caso alucinante, de una madre, condenada a cárcel y destierro, por haberle dado una bofetada a su hijo de diez años…

O sea, apaga y vámonos…

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Esas madres perversas y crueles

Por Arturo Pérez-Reverte - X L SEMANAL   28 DE DICIEMBRE DE 2008


 


No tiene nada que ver con que este domingo sea día de los Inocentes. En absoluto. Ni con los niños degollados, ni con las bromas tradicionales hechas al prójimo incauto. El caso es real como la vida misma —la vida española misma, maticemos— y sale en los periódi­cos: madre condenada a cuarenta y cinco días de cárcel y a un año de alejamiento de su hijo de diez años, porque hace dos, en el curso de una refriega doméstica, le dio una colleja al enano, con tan mala suerte que éste se dio contra el lavabo y sangró por la nariz. Y claro. En este faro ético de Occidente donde moramos, tan salvaje agresión doméstica no podía quedar sin castigo. El hecho de que hayan pasado dos años desde entonces, y de que el menor fuese un poquito gamberro y desobediente, se negara a hacer los deberes y acabara de tirar a su madre una zapatilla, corriendo a encerrarse a continuación en el cuarto de baño, de donde no quería salir, no fue con­siderado atenuante por la dura Lex sed Lex. Tampoco se tuvo en cuenta que se trataba de un incidente aislado, y no de malos tratos habituales; ni el hecho obvio de que, en un pueblo pequeño como es el de esa familia, una orden de alejamiento supone que uno de los dos, madre o hijo, debe hacer las maletas y largarse del pueblo.

Pero no importa, oigan. Estoy con la juez que entendió el asunto: no hay atenuante que valga. Es más: tengo la certeza moral de que a ustedes, como a mí —siempre de parte de la ley y el orden—, la de esta cruel madre torturadora les parece sentencia justa y ejemplar. Como bien ha argumen­tado no sé qué asociación de derechos infantiles, «a los niños no se les pega». Y punto. Así de simple. Y menos en estos tiempos, cuando tan fácil es sentarse a dialogar con ellos a cualquier edad y afearles su conducta con argumentos de peso intelectual. A ver qué le habría costado a esa madre pagar a un cerrajero para que abriese la puerta del cuarto de baño y des­pués, mirando muy fijamente a su hijo de diez años a los ojos, decirle: «Hijo mío, ya dijeron Sócrates y San Agustín que a las madres no se les tiran zapatillas. De seguir así, el día de mañana la sociedad te expul­sará de su seno. Así que tú mismo. Atente a las consecuencias».

En mi opinión, la Justicia se queda corta. Una madre capaz de perder el con­trol de esa manera brutal e inexplicable debería ser castigada con más contun­dencia. Y no con una pena mayor, como solicitaba la fiscalía —la juez fue clemente, después de todo, quizá por solidaridad de género y genera—, sino con medidas drásticas e implacables. Porque, so pre­texto de no haber antecedentes penales ni constancia de malos tratos anteriores, la madre se ha ido de rositas. Asquerosa­mente impune, o casi. Y si de mí depen­diera, esa delincuente sin escrúpulos ni conciencia habría ingresado inmediata­mente en prisión para comerse cinco años de talego, por lo menos. O más. Y cuando saliera —aunque procuraría aplicarle la doctrina Parot para impedirlo—, le calzaría una pulsera con Gepeese y una orden de alejamiento, no del hijo y de su pueblo, sino de España. Al puto exilio. Por perra. Y por supuesto, le retiraría la custodia del niño y se lo daría a alguna familia modéli­ca, como por ejemplo a los Albertos. Para que aprenda.

Pero no hay mal que por bien no venga, oigan. Todo esto me ha dado una idea. De pequeño me sacudieron las mías y las del pulpo; y va siendo hora, creo, de que los culpables de aquel infierno paguen lo que hicieron. Yo también exijo justicia. Mi padre, sin ir más lejos, me dio una vez cuatro bofetadas que hoy le habrían costa­do, por lo menos, un destierro a Ceuta. Y mi madre, hasta que tuve edad suficiente para inmovilizarla con hábiles llaves de judo, no vean cómo nos puso con la zapa­tilla, durante años atroces, a mi hermano y a mí. Guapos, nos puso. Por no hablar de los Maristas, donde el hermano Severiano nos torturaba bestialmente dándonos capones en clase, y donde el Poteras —a quien Dios haya perdonado—, cada vez que le pegábamos fuego a una papelera o escribíamos El Poteras es un cabrón en la pizarra, nos aplicaba la intolerable vio­lencia de endiñarnos con el puntero y la chasca sin respeto por nuestros derechos humanos. Como en Guantánamo. Y así ha salido mi generación, perdida. De trauma en trauma. Por eso va siendo hora de que los culpables rindan cuentas a la Justicia. Memoria histórica para el nene y la nena. Barra libre. Así que voy a pedirle al juez Garzón que abra una causa general que los ponga firmes a todos. Que encierre en la cárcel a los que sigan vivos, que alguno queda —tiembla, Severiano—, y desen­tierre a los otros para escupir sobre sus huesos. A mi padre, por ejemplo, ya no lo pillan. Lástima. Pero mi madre sigue ahí, tan campante. Sus ochenta y cuatro años no tienen por qué ponerla a salvo de su cruel salvajismo de antaño. En esta España, líder moral de Occidente, lo de la zapatilla no puede quedar impune. O sea. Más vale tarde que nunca. •


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