sábado, 3 de enero de 2009

Cómo me escapé del hospital

Cómo me escapé del hospital

 

El jueves día 1 de enero, hacia las 19:30 h. (siete y media p.m. o de la tarde, en versión americana), tal como estaba previsto y siguiendo las indicaciones médicas, nos reunimos los cuatro de la familia y salimos en el coche de mi hijo hacia la sala de urgencias del hospital de La Princesa. Llegamos a la oficina de evaluación, con todos los papeles que me había dado la médico el día 30 para el ingreso hospitalario, pero con gran sorpresa, la doctora que atendía esa oficina, nos dijo que debíamos ir a recepción a pedir el papel del día presente… Todos hicimos el comentario de que se suponía que con la era de los ordenadores, íbamos a ahorrar papel, y por ende, árboles talados en el mundo… En recepción nos dieron unas hojas y una página entera de etiquetas con mi nombre, de donde sacaron dos y las pegaron en las otras hojas. Fuimos con todo a evaluación otra vez y la médico nos dijo que todo estaba correcto y que esperáramos en la sala de espera, preguntándonos si queríamos una silla de ruedas, a lo que mi hija dijo que si, y pasamos a la puerta de urgencias, donde nos dieron una silla de ruedas haciéndonos notar que era nueva y que a la mayoría de las otras les faltaba alguna pieza o estaban ya deficientes, a lo que yo le contesté a la mujer que atiende esa sección, que era normal, puesto que si los jerifaltes del gobierno central o los autonómicos, se compran coches blindados de 140.000 euros, lo normal es que no quede dinero para los implementos hospitalarios…

Nos fuimos a la sala de espera, yo, cómodamente sentado en mi silla de ruedas, empujada por mi hija, y el resto en comitiva detrás de mí, como si fuéramos un sultán y su corte. Lo primero que notamos, es que la sala estaba más llena que en los días anteriores, y supusimos que era consecuencia de los excesos de la celebración de la noche de fin de año, y de los resfríos producidos por salir en una gélida noche de enero, de los locales o casas concurridas y por tanto calientes, además de llevar en el organismo unas copas que, le dan la sensación al sujeto de tener un calor interior que es engañoso, y le impiden abrigarse como debiera, ante tan brusco cambio de temperatura.

Empezamos la tediosa espera, y mis hijos, después de preguntarnos a los padres si nos apetecía algo de comer o beber, se fueron acercando alternativamente a las máquinas expendedoras de bebidas y golosinas, a comprar algunas chucherías: botellita de agua, unas magdalenas, maní, patatas fritas, y una especie de patatas a la francesa que están hechas con "sucedáneo de maíz y pintura al óleo", según dijimos en plan de broma, botes de refresco, etc. Cuando habían pasado como dos horas de espera, yo le dije a mi hijo, que era una tontería que siguiera esperando, ya que tenía que ir hasta su casa, que queda lejos y al otro día madrugar a trabajar, así que aceptó la sugerencia, se despidió y se marchó.

Tuvimos que esperar todavía hasta las 0,00 h. o sea, las 12 de la noche, en que por megafonía llamaron a los familiares de Enrique Gutiérrez. Fuimos todos a la puerta de urgencias y yo le dije a la enfermera que nos estaba esperando, que como había llamado a los familiares, yo me iba a mi casa. Ella pidió disculpas por el error y tomó los mandos de la silla de ruedas, preguntándonos si era de nuestra propiedad, y cuando dijimos que no, se extrañó de que fuera tan nueva y del hospital. Siguió empujándome por pasillos y puertas hasta un ascensor reservado para el servicio, al mismo tiempo que nos decía que íbamos a la planta 10 y a la habitación 07, con lo que empezamos a hacer bromas de que era la habitación del número 1, 007 o sea, James Bond…

Por el pasillo correspondiente a la habitación, había un carrito con implementos hospitalarios y la enfermera tomó un pijama y me lo dio, con la frase: "Un regalo de la casa"… Llegamos a la habitación y encontramos en la otra cama a un paciente de edad indefinida, muy hundido en la cama y viendo televisión en penumbra. Le saludamos brevemente, y la enfermera empezó a explicarnos el funcionamiento de todos los aparatos correspondientes: El mando eléctrico que regula la altura y configuración de la cama, para levantar el cabecero o los pies, alternativa o conjuntamente, o en sentido contrario, el mando para llamar a la enfermera, encender o apagar la luz indirecta de encima de la cama, o la luz directa para leer, la mesilla de noche con ruedas y con mesa extensible, etc.

En la cabecera de la cama, los demás utensilios e instalaciones que yo ya conocía, de haber visitado a amigos en el mismo hospital: toma de oxígeno para el paciente que lo necesite, el "perchero" doble para colgar las bolsas de suero, sangre, o medicinas, que se inyectan por el aparatito que se pone en el brazo y que ocasionó mi "telele" de la noche del 30, teléfono directo, que sirve también como mando a distancia para la TV, y que funciona con una tarjeta especial que hay que comprar, para el tiempo que se quiera, conexiones para auriculares, y lo que yo buscaba, una toma de corriente, donde conectar el cargador del teléfono móvil… Lo que luego me llamó más la atención, fue un dispensador de jabón con alcohol, que suelta un chorrito sin tocarlo, sólo con poner las manos debajo, para un limpieza desinfectante e inmediata, para los médicos u otras personas que tengan que tocar a un paciente, además de unos cuadros ilustrativos de cómo limpiarse las manos en forma eficiente y completa.

Yo, empecé a quitarme la ropa y ponerme el pijama y mi mujer y mi hija a organizar las cosas que habíamos traído: Revistas, libros, reloj de viaje, teléfono móvil, etc. y a organizar la ropa que me quité, para llevársela a la casa, ya que, al estar prevista una estancia larga, lo único que debía tener yo allí, era la bata para levantarme al baño, unas chanclas y puestos, unos calcetines de viaje que mi hija me prestó, gruesos y fáciles de poner, además de con un revestimiento especial en las plantas, para poder andar con ellos, sin calzado.

Entró en la habitación un enfermero que se presentó como el que hacía la guardia de noche, y me anunció que había visto mi documentación y que me harían un análisis de sangre a las seis de la mañana, y que si necesitaba algo, le llamara. Al momento, llegó otra enfermera que me trajo los implementos que acostumbran: Un neceser con gel, esponja, pañuelos de papel, cepillo de dientes con cobertura para las cerdas, pasta de dientes, un peine, etc. además de un vaso de cristal esterilizado, y un frasco de plástico especial, "para hacer pis", me dijo. Cuando organizamos todo, insistí ante las mujeres de mi familia, en que se fueran a la casa lo antes posible, porque ya era muy tarde, y yo, me acomodé plácidamente en la cama y me dormí inmediatamente.

Creo que debía estar bastante cansado, porque me parece haber dormido profundamente toda la noche, pero sí recuerdo que, mi vecino de habitación se quejaba en cada movimiento y llamaba a la enfermera frecuentemente, por lo que solían venir dos, el hombre que yo ya conocía y alguna mujer, los que le hablaban con familiaridad y preguntaban si le dolía más o menos que la semana pasada, y le ayudaban a cambiar de postura en la cama… En alguna habitación lejana, alguien se quejaba a los gritos, no sé si hombre o mujer, porque tenía una voz indefinida y lastimera. Por fortuna, yo no tengo ningún problema en reanudar el sueño interrumpido, así que, esas medio despertadas, eran fugaces y sin consecuencias para mi. En determinado momento, noté que me tocaban suavemente en el hombro y al abrir los ojos noté que estaba encendida la luz. Una jovencísima y guapa enfermera, me habló suavemente y me dijo que tenía que sacarme sangre. Yo empecé con mi cuento… (Creo que ya se está volviendo un cuento, porque al final, me voy a acostumbrar a los hospitales y me va a dar igual, ver sangre o no), y ella me dijo que no había problema, que mirara para otro lado y me empujó suavemente el mentón para que no viera sus manejos… Le pregunté la hora y me dijo que eran las 6 de la mañana. La verdad es que, las agujas modernas son tan finas que ni se sienten, así que, sin gran problema, la enfermera sacó la sangre que necesitaba, apagó la luz, se despidió y yo me volví a dormir. De pronto, noté algo en el oído izquierdo, por lo que, todavía dormido, llevé mi mano derecha allí, notando un aparato grande en la oreja, y era otra enfermera que intentaba tomarme la temperatura con ese aparatito que me asombra, que mide la temperatura en uno o dos segundos. La enfermera se disculpó por haberme despertado y se fue, ya que su trabajo lo había terminado casi antes de yo darme cuenta.

La verdad es que yo debía estar cansado por la espera en la noche anterior, o quizá por la tensión de esa espera, pues analizando mis sentimientos durante ese día, no creo haber sentido la inquietud, miedo o lo que se quiera llamar, a la perspectiva de ingresar en un hospital que debe sentir cualquier se humano, y que en mi caso debiera ser absoluto pánico, según había comentado yo muchas veces, cuando ese caso le ocurría a alguna persona conocida. Pero el hecho es, que estuve durmiendo completamente hasta las 10 de la mañana, en que empezaron a llegar varias mujeres colocando bandejas en la mesa auxiliar que hay a los pies de la cama, luego, me colocaron la mesilla con mesa extensible, de manera que me resultara cómodo desayunar, elevando el cabecero de la cama con su mando eléctrico, y empecé a ver el contenido de la bandeja: Un papelito con mi nombre y la anotación de: Desayuno aleatorio: Café soluble, azúcar, leche caliente, pan, margarina y mermelada de melocotón. Lo que más me llamó la atención, fue la calidad del pan, que normalmente llamamos "pan de pueblo", porque era el que se usaba normalmente hace muchos años en España, solo que este, en lugar de ser una gran hogaza que se cortaba en porciones para cada comensal, es un pan pequeñito, redondo y como con una forma de flor, por los cortes superiores, pero con una miga blanca de trigo de primera calidad, realmente agradable, y para alguien que ha pasado tanta hambre en su niñez, su sabor le trae reminiscencias de algo que en su día, era un absoluto banquete. Por eso se dice en Colombia: "Al marrano, con lo que lo crían"…

Aparte las cosas comestibles, había en la bandeja otro folletito, que era el menú para el día siguiente, donde a uno le piden que marque el número de su cama y sus preferencias para todas las comidas de ese día, entre una lista muy completa, sobre todo al desayuno, donde hay para elegir: café, chocolate, te, con sus variables de descafeinado y luego líquidos para diluirlos, que pueden ser leche fría o caliente, completa o desnatada, agua fría o caliente, etc. Pan, galletas, bollería, margarina, y mermeladas, y para la comida y cena, dos platos a elegir de primero y dos de segundo en que suele haber carne o pescado, además de fruta o postres de otro tipo, como flan, mermeladas, etc. Con una serie de recomendaciones de que uno elija frutas naturales, verduras y pescado, preferiblemente, pero claro, le dejan elegir a su gusto… Cuando vinieron a retirar la bandeja del desayuno, yo le comenté a la enfermera que, en el desayuno, me habían faltado el zumo de naranja y los huevos fritos con jamón, y que en el menú, no había encontrado por ninguna parte la marca de vinos que ofrecían…

Al poco rato de haber desayunado, llegaron otras enfermeras con utensilios de limpieza y dos de ellas, oía a través de la cortina que nos separaba que estaban aseando a mi vecino de habitación. Otra, se acercó a mi y me preguntó si quería que me dejara en la mesilla una palangana con agua para limpiarme y yo le dije que no, que me diera una toalla para ducharme. Me indicó la silla de enfrente de mi cama y me dijo que ahí tenía toalla y todo lo necesario, y efectivamente, había dejado una toalla, dos esponjas nuevas selladas, un pijama limpio y toda la ropa de cama, para cambiarla. Saqué mi bata de baño del armarito para ropa que me correspondía y dónde habíamos dejado todos mis efectos personales, me quité el pijama y cuando me disponía a entrar al baño, entró una pareja de médicos jóvenes compuesta por el Dr. Mesado y la Dra. Gil Martínez, que se presentaron con sus nombres y me dijeron que eran los encargados de mi caso.

Me hicieron tumbar en la cama y empezaron a examinarme, todo el cuerpo, a auscultarme y a hacerme multitud de preguntas sobre mi vida y milagros: enfermedades padecidas, operaciones, etc. Yo les fui contando toda mi historia clínica que, en el fondo es nada, porque la verdad es que hasta ahora no me había visto en tantas vueltas, salvo cuando tuve un pequeño accidente en una pierna y la enfermera que desde entonces me cuida, empezó a hacerme curas diarias, tomarme la tensión y regañarme porque estoy "obeso", que en sus labios me resulta una palabra insultante… Les dije que había venido días atrás con un fuerte dolor en la cadera, que la doctora que me atendió, diagnosticó inmediata y eficazmente e hizo que me inyectaran algo que en poco tiempo había hecho que fuera disminuyendo, y que ahora, yo notaba que el dolor tendía a desaparecer, así que, como en las radiografías habían encontrado algo extraño, me había hecho ingresar, pero que yo prefería estar en mi casa.

Me dijeron que en principio estaban de acuerdo, porque habían estudiado los informes de mis pruebas anteriores y habían llegado a la conclusión de que no había un peligro inmediato, pero que en cambio, habían encontrado una cierta deficiencia en el riñón, que podría ser producida por la hipertensión, por lo que opinaban que sería importante vigilar más de cerca ese aspecto. Que en todo caso, las pruebas programadas para el fémur, debíamos hacerlas, pero como no eran de urgencia, en lugar de pedirlas urgentes y que me las hicieran en el curso de unos días, y yo esperarlas hospitalizado, podían pedirlas con su turno normal, que sería de meses, pero podría esperarlas en mi casa, que en todo caso, iban a estudiar con detenimiento todos los datos que tenían, mas los que habían recabado ahora conmigo y que luego me darían el resultado de si podría irme esa tarde.

Cuando se fueron, me asomé al otro lado de la cortina y saludar a mi compañero de habitación, a presentarme y ponerme a su disposición por si necesitaba algo. Me dijo que se llamaba Miguel y que se había roto el brazo derecho… La impresión que me dio es la de un hombre de clase baja, pequeño y hundido en su cama, y pensé, que mucha gente se rompe un brazo y no por eso se "echa a morir", sintiéndose inútil para moverse en la cama, para levantarse a la silla, para comer, etc., por lo que saqué la conclusión de que a ese hombre la rotura de su brazo le había afectado también a su estado mental… Yo, me fui al baño, y me puse a observar todo con sentido crítico: El aspecto del baño es una muestra de los muchos años que tiene ese hospital que, en su funcionamiento es muy eficiente y según todos mis informes y experiencia personal, cuenta con un personal muy capacitado y agradable, pero sus instalaciones sanitarias son de hace muchas décadas, aunque se mantienen en funcionamiento y limpias, pero denotando su edad. Sobre la repisa del espejo hay dos clases de gel para las manos, uno para piel delicada y otro quirúrgico desinfectante. El rollo de papel higiénico, completo y surtido y sobre un lado del lavamanos un tanque de toalla de papel del que sale la punta por abajo y se corta el pedazo que se quiera. Un cubo de basura de los que se abren con el pié y una ducha de teléfono, pero que no tiene soporte en la pared, por lo que hay que sujetarla siempre con una mano. Además, la pileta de la ducha no tiene ningún tipo de mampara o cortina, de modo que, cuando terminé de ducharme, todo el suelo del baño estaba lleno de agua… Cuando pasó por allí una de las mujeres de la limpieza, le dije como si fuera una noticia, que se habían olvidado de poner una cortina de baño, y ella me dijo que no había cortina en ninguno. Yo le dije que todo el suelo estaba lleno de agua y ella me dijo que no había problemas, que en seguida lo recogía…

Al poco rato, llegó mi mujer. Yo estaba ya con el pijama limpio, tumbado en la cama, leyendo y le conté que había llegado a un acuerdo con los médicos y que quizá me dieran el alta hoy mismo, por lo que ella dijo que entonces se volvía a la casa a traerme ropa, para poder salir, ya que, pensando que tardaría días en salir, la noche anterior se habían llevado todo.

Apenas tuve tiempo de leer una pequeña parte de los artículos atrasados y revistas que me había llevado, y ni siquiera abrí el libro que tenía preparado para hacer unos apuntes de él, con la intención de releerlo y quizá escribir algún artículo mío, ya que el tema es muy interesante: El libro se titula: "EL INMENSO PLACER DE MATAR UN GENDARME, memorias de guerra y exilio", escrito por Santiago Blanco, quien era amigo de mi hermano Cándido, que me lo presentó en Caracas. Este hombre, era el Gobernador Civil de Asturias durante la Guerra Civil, y tuvo que huir a Francia ante la entrada de las tropas de Franco en el Principado. El libro, narra la vileza con que se portaron los franceses con aquellos españoles y las vicisitudes, miserias y miedos que pasó el protagonista, primero en campos de concentración absolutamente inhumanos y luego en la Francia de Vichí, bajo el dominio de los alemanes, hasta que pudo emigrar a Venezuela, donde hizo fortuna y yo lo conocí ya como un próspero industrial…

El tiempo pasó rápidamente para mi, absorto en la lectura y cuando quise darme cuenta, llegó mi mujer con la ropa necesaria, e inmediatamente las mujeres del "rancho", con las bandejas de comida. Me pusieron la que me correspondía en la mesita de los pies de la cama y mi mujer me ayudó a poner la mesilla con la mesa plegable, en la posición adecuada para comer. El menú consistía en unos macarrones al horno, y yo le ofrecí a mi mujer que probara, para que los comparara con los que yo hago… (Aquí entre nos, ninguno de los macarrones que he comido en diversos sitios, tienen comparación con los míos…), pero la realidad es que no estaban mal. Después, una sabrosa rodaja de salmón al horno, con un bol de ensalada de lechuga y el excelente pan candeal que tanto me gusta, y como postre, una manzana. Di buena cuenta de la comida y al poco rato llegó mi hija, por lo que convencimos a mi mujer de que se fuera a casa a comer y quizá reposar un poco.

Mi hija, me trajo el ordenador portátil y tres películas nuevas que compró, entre las que se encuentra "El último Valle", que ya habíamos visto, pero que es excelente, con Michael Caine y Omar Sharif, así que, instalamos todo, y yo me puse a ver esta película, que me encanta, ya que, ante la perspectiva de salir en el mismo día, no valía la pena comprar la tarjeta para ver televisión.

Al poco rato, vino la doctora Gil Martínez, que se sentó a los pies de la cama y nos estuvo explicando todos los detalles del caso: Que había que vigilar la tensión arterial de forma más regular y metódica, y que quería cambiar un poco el programa de pastillas que yo tomaba para la hipertensión, que pediría las citas para que me hicieran los análisis programados desde el principio y que cumplidos estos detalles, me daría el alta esa misma tarde. Le pregunté si consideraba oportuno medirse la tensión en casa, ya que yo pienso que, si uno están pendiente de medir la tensión a cada rato, el exceso de datos podría dar lugar a confundir la información, porque según yo creo, la tensión de una persona sube y baja a lo largo de día o de las horas, por diversas circunstancias. Ella me dijo que eso era así, pero que sería útil tener un medidor de tensión en casa, siempre que se usara con cierto método, como, tomarse la tensión siempre a la misma hora y en las mismas circunstancias de reposo, e incluso tomársela dos veces seguidas a intervalos de unos cinco minutos entre una y otra, sin moverse ni hablar en esos cinco minutos. Nos dijo que cualquier aparato que nos recomendara el farmacéutico era bueno, siempre que fuera de brazo, no de muñeca y nos dijo que, por mencionar una marca, podría decirnos tal marca, (que ahora no recuerdo).

Una vez de acuerdo, nos dijo que iba a preparar todos los documentos para mi salida y citas posteriores y las recetas para los nuevos medicamentos. Que para el dolor de cadera siguiera tomando unos calmantes durante una semana y que empezara un programa de reposo relativo, empezando a caminar progresivamente, pero sin darme grandes caminatas por el momento. Cuando salió, mi hija me hizo notar la claridad, fluidez y exactitud con que hablaba esa doctora, y comentamos que la mayoría de los médicos tratan a los pacientes como niños o retrasados mentales, sin decirles nada claro o hablando en jerigonza.

Mi hija, me dijo que saldría del hospital, porque necesitaba comprar cigarrillos y yo, buen conocedor del barrio, le indiqué dónde había dos estancos cerca. Cuando regresó, traía sus cigarrillos y además, el aparato para medir la tensión que la doctora nos había recomendado, que por cierto es un cacharrito de lo más interesante: Aprieta con aire comprimido automáticamente el brazalete en el brazo, mide la tensión en las dos cifras correspondientes, además de las pulsaciones del corazón, afloja el brazalete cuando ha terminado y luego guarda los datos en una memoria interna y hace promedios de las tres últimas mediciones, además de advertir con una señal si el corazón late de forma irregular y un montón de cosas más, como el estado de las pilas y todas esas cosas que hacen los aparatitos modernos…

Al poco rato, llegó la doctora con todos los papeles que había preparado y me explicó que tenía una cita para el 6 de febrero para hacerme un análisis completo de sangre y orina, otra para el 12 de febrero para ver los resultados, junto con las anotaciones que yo llevaría con los datos de las mediciones de tensión, y luego otra cita para mayo, para la resonancia magnética.

Una de las enfermeras, preguntó si me llevarían a mi casa en ambulancia y la doctora, más con el gesto que con palabras, le dijo que si yo estaba tan bien y tan ansioso de irme, bien podría hacerlo por mi cuenta, en taxi por ejemplo… Así que, nos despedimos, salimos y a las cuatro y media de la tarde, ya estábamos en casa… Lástima que todo el esfuerzo que hice para elegir el menú del día siguiente, ya no sirva para nada…

 

 

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