El
torito pequeño
-¡Está muerto!, le
dijo el jinete a su ayudante. - Es muy pequeño y débil y en cuanto le he puesto
el primer rejón, está prácticamente muerto. Dame un rejón pequeño, porque en
cuanto nos descuidemos se cae.
La escena ocurría en
la plaza de toros de La Macarena de Medellín, en Colombia, pasada la mitad del
siglo pasado, cuando el rejoneador español Josechu Pérez de Mendoza actuaba en
esa ciudad.
El suscrito, era por
aquel entonces reportero del periódico “El Correo” de allí, y le habían enviado
el día anterior a entrevistar al rejoneador. La conversación, además de girar
sobre los temas taurinos que les interesarían a los lectores, derivó a temas
personales, al constatar que yo también era español y apreciar el torero el aparatoso equipo fotográfico
que llevaba.
Josechu, me dijo que
había comprado una cámara filmadora suiza, de último modelo, pero que ni él ni
sus ayudantes sabían manejarla y que si yo podía filmar con ella la corrida del
día siguiente, ya que en la conversación habían surgido algunos temas técnicos
y suponía que tenía experiencia en el tema…
Sacó la cámara y,
efectivamente era una maravilla de la técnica de aquellos tiempos. Una Paillard
Bolex de 16 mm., con torreta de objetivos cambiables y todos los adelantos de
la época. Quedamos en que asistiría el día de la corrida a la puerta de
cuadrillas y allí los integrantes de su equipo me introducirían al callejón, donde
sus ayudantes manejan los “trastos de matar” que dicen los taurinos.
Los humanos, en
contra de las recomendaciones de los filósofos, que nos hacen notar que tenemos
dos oídos y una sola boca, para que escuchemos más de lo que hablamos, nos
dedicamos a hablar sin parar, sepamos o no lo que decimos. Pero hay dos temas
en los que insistimos en dictar cátedra sin admitir la mínima controversia:
Cuando hablamos de mujeres y de toros. Y la verdad es que estos son dos mundos
insondables, absolutamente vedados al conocimiento racional. Y prácticamente
nadie sabe de qué habla, por mucha experiencia que tenga en ambos campos.
Dejamos de lado por el momento, el tema de los vinos, que es otro mundo en el
que, se oyen más tonterías por minuto de conversación.
En una corrida en la
plaza de La Ventas, un aficionado de esos que tanto saben, se mantenía
corrigiendo al torero y dándole indicaciones a gritos. Hasta que éste ya
cansado del “maestro”, se encaró y le dijo: “Aquí, señalando con el pie la
arena. Aquí se ve mejor”…
Quizá esto nos
podría servir de parangón con los políticos, de quienes nos refocilamos tanto
hablando mal. Ellos, cuando están en la oposición, se mantienen diciendo lo que
hay que hacer al presidente que está en activo. Pero cuando los eligen a ellos,
su comportamiento dista mucho de lo que tanto predicaban… Posiblemente, porque
desde la arena, los toros se ven diferentes.
Soy muy consciente
de mi ignorancia absoluta sobre toros y muchas otras cosas, así que, al empezar
la corrida me concentré en el manejo de la cámara y en seguir atentamente las
evoluciones del toro, el caballo y el caballero en la plaza, obviando las
emociones taurinas, que me son vedadas, cambiando de objetivo según fuera
conveniente y atento sólo a la plástica de la imagen. Convencido como estaba,
de que detrás de esa fortísima y alta barrera, estaba a salvo de todo peligro.
Y de pronto… en el
visor, todo se volvió negro. Sólo se veían dos ojos penetrantes como dagas.
Aparté la cara de la cámara y me encontré de frente con un inmenso toro negro
como la noche, con unos terribles ojos fijos en mí y sólo en mí. La plaza, el
público vociferante, el caballo y su jinete, el cielo, la luz del sol… habían
desaparecido... Y la tan cacareada barrera ¡también! Únicamente estaba ese
inmenso y amenazante toro, con aquellos ojos de aspecto asesino y dos cuernos
que parecían estar en pantalla panorámica, porque mi ángulo visual no alcanzaba
a ver los dos a la vez. Mis piernas empezaron a temblar con una vibración
nerviosa y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para contener mis esfínteres y
no salir corriendo dando alaridos.
Cuando al cabo de un
año… (En realidad unos segundos), mi sangre volvió a regar mi cerebro, pude
volver a la realidad y apreciar la situación: El toro, que a decir de los
taurinos españoles siempre son más pequeños en América, aunque no menos
peligrosos, (como atestiguarían si pudieran, los toreros que han matado en ese
Continente). Estaba quizá a unos diez metro de mí, y entre ambos se interponía
la dura y alta barrera de la plaza. Se había detenido un momento y estaba
mirando, quizá al tendido o a la parte en que yo me hallaba, o quizá a varios
sitios alternativamente, hasta que el rejoneador le llamó la atención y
volvieron ambos a lo suyo. Pero para mí, fue una experiencia inolvidable, de lo
diferente que es ver los toros desde la barrera, como se dice vulgarmente y
“estar ahí”, porque aunque sí estaba detrás de la dichosa barrera, la situación
mental es que estaba en la arena y enfrentado a un monstruo mitológico, que yo
veía a diez centímetros en lugar de metros. Aún me vuelve el temblor, cuando lo
recuerdo…
Enrique
Gutiérrez y Simón
Revisado en
Madrid, mayo 2016
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