domingo, 8 de mayo de 2016

El torito pequeño



El torito pequeño
-¡Está muerto!, le dijo el jinete a su ayudante. - Es muy pequeño y débil y en cuanto le he puesto el primer rejón, está prácticamente muerto. Dame un rejón pequeño, porque en cuanto nos descuidemos se cae.

La escena ocurría en la plaza de toros de La Macarena de Medellín, en Colombia, pasada la mitad del siglo pasado, cuando el rejoneador español Josechu Pérez de Mendoza actuaba en esa ciudad.

El suscrito, era por aquel entonces reportero del periódico “El Correo” de allí, y le habían enviado el día anterior a entrevistar al rejoneador. La conversación, además de girar sobre los temas taurinos que les interesarían a los lectores, derivó a temas personales, al constatar que yo también era español y  apreciar el torero el aparatoso equipo fotográfico que llevaba.


Josechu, me dijo que había comprado una cámara filmadora suiza, de último modelo, pero que ni él ni sus ayudantes sabían manejarla y que si yo podía filmar con ella la corrida del día siguiente, ya que en la conversación habían surgido algunos temas técnicos y suponía que tenía experiencia en el tema…

Sacó la cámara y, efectivamente era una maravilla de la técnica de aquellos tiempos. Una Paillard Bolex de 16 mm., con torreta de objetivos cambiables y todos los adelantos de la época. Quedamos en que asistiría el día de la corrida a la puerta de cuadrillas y allí los integrantes de su equipo me introducirían al callejón, donde sus ayudantes manejan los “trastos de matar” que dicen los taurinos.

Los humanos, en contra de las recomendaciones de los filósofos, que nos hacen notar que tenemos dos oídos y una sola boca, para que escuchemos más de lo que hablamos, nos dedicamos a hablar sin parar, sepamos o no lo que decimos. Pero hay dos temas en los que insistimos en dictar cátedra sin admitir la mínima controversia: Cuando hablamos de mujeres y de toros. Y la verdad es que estos son dos mundos insondables, absolutamente vedados al conocimiento racional. Y prácticamente nadie sabe de qué habla, por mucha experiencia que tenga en ambos campos. Dejamos de lado por el momento, el tema de los vinos, que es otro mundo en el que, se oyen más tonterías por minuto de conversación.


En una corrida en la plaza de La Ventas, un aficionado de esos que tanto saben, se mantenía corrigiendo al torero y dándole indicaciones a gritos. Hasta que éste ya cansado del “maestro”, se encaró y le dijo: “Aquí, señalando con el pie la arena. Aquí se ve mejor”…

Quizá esto nos podría servir de parangón con los políticos, de quienes nos refocilamos tanto hablando mal. Ellos, cuando están en la oposición, se mantienen diciendo lo que hay que hacer al presidente que está en activo. Pero cuando los eligen a ellos, su comportamiento dista mucho de lo que tanto predicaban… Posiblemente, porque desde la arena, los toros se ven diferentes.

Soy muy consciente de mi ignorancia absoluta sobre toros y muchas otras cosas, así que, al empezar la corrida me concentré en el manejo de la cámara y en seguir atentamente las evoluciones del toro, el caballo y el caballero en la plaza, obviando las emociones taurinas, que me son vedadas, cambiando de objetivo según fuera conveniente y atento sólo a la plástica de la imagen. Convencido como estaba, de que detrás de esa fortísima y alta barrera, estaba a salvo de todo peligro.


Y de pronto… en el visor, todo se volvió negro. Sólo se veían dos ojos penetrantes como dagas. Aparté la cara de la cámara y me encontré de frente con un inmenso toro negro como la noche, con unos terribles ojos fijos en mí y sólo en mí. La plaza, el público vociferante, el caballo y su jinete, el cielo, la luz del sol… habían desaparecido... Y la tan cacareada barrera ¡también! Únicamente estaba ese inmenso y amenazante toro, con aquellos ojos de aspecto asesino y dos cuernos que parecían estar en pantalla panorámica, porque mi ángulo visual no alcanzaba a ver los dos a la vez. Mis piernas empezaron a temblar con una vibración nerviosa y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para contener mis esfínteres y no salir corriendo dando alaridos.

Cuando al cabo de un año… (En realidad unos segundos), mi sangre volvió a regar mi cerebro, pude volver a la realidad y apreciar la situación: El toro, que a decir de los taurinos españoles siempre son más pequeños en América, aunque no menos peligrosos, (como atestiguarían si pudieran, los toreros que han matado en ese Continente). Estaba quizá a unos diez metro de mí, y entre ambos se interponía la dura y alta barrera de la plaza. Se había detenido un momento y estaba mirando, quizá al tendido o a la parte en que yo me hallaba, o quizá a varios sitios alternativamente, hasta que el rejoneador le llamó la atención y volvieron ambos a lo suyo. Pero para mí, fue una experiencia inolvidable, de lo diferente que es ver los toros desde la barrera, como se dice vulgarmente y “estar ahí”, porque aunque sí estaba detrás de la dichosa barrera, la situación mental es que estaba en la arena y enfrentado a un monstruo mitológico, que yo veía a diez centímetros en lugar de metros. Aún me vuelve el temblor, cuando lo recuerdo…
Enrique Gutiérrez y Simón

Revisado en Madrid, mayo 2016

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